La voz del cantaor es el lamento del alma,
que sale de la boca para recogerse en el eco del aire. Pero algo ocurre en ese
aire brujo y caprichoso de las cuatro paredes de una habitación, entre una
concurrencia menor, unas botellas de vino semivacías y el silencio de una
madrugada improvista y desprovista de compromisos y esperanzas. Y es que
resulta inevitable que el flamenco pierda ese halo romántico y duendístico del
momento íntimo, ese improvisado desgarro de la causa natural que se
desnaturaliza y se desubica cuando al flamenco se le pretende llevar al
tablao o teatro ante un público mayoritario.
Es algo natural e inevitable que el cante y
sus intérpretes hayan sucumbido a la lógica comercialización del mismo hace ya
muchas décadas. La evolución es a menudo la forma de supervivencia de los
estados, pero incluso teniendo en cuenta estos aspectos casi inevitables del
ser y sus necesidades económicas, el flamenco no ha encontrado la forma de
transmitir esa verdad inquebrantable del momento inesperado entre esas cuatro
paredes de una reunión de amigos. Eso, desde luego, lo sabemos los que hemos
vivido esas madrugadas de éxtasis, de una manera natural y sin artificios... ese
es el verdadero flamenco y el verdadero cante gitano, su expresión infinita e universal
en estado puro y salvaje. Una vez que el cantaor se mete en un estudio a grabar
un disco o se sienta ante un gentío en un tablao el ángel... se va despavorido
ante la frialdad del compromiso y se queda el profesional, el artista sí... pero
no su arte.
Decía mi
idolatrado Manuel Agujetas que el secreto del cante está en saber cantar. No
cabe mayor sentencia, ni más escueta ni más sencilla. Otra cosa es saber a dónde
quedó ese duende como digo caprichoso de aquellas noches sin reloj con el tiempo
parado en el remanso del sentimiento estremecido. Yo recuerdo haber escuchado a
mi queridísima Paquera en ocasiones en su casa de Rota, allí al laíto del mar,
donde los pelos se me ponían como escarpias al escuchar su eco en un tiempo
primitivo y acogedor. Y recuerdo otras muchas, cuando iba a verla cantar en
festivales de postín, cantar no solo bien, sino magistralmente bien, pero nunca
ese eco ni ese... nosequé de aquellas tardes de arrebato e impulso. Lo mismo me
ocurrió con Fernanda de Utrera, cuando una noche de fiesta en su pueblo, tras
un festival memorable e inolvidable en un mano a mano entre Curro Romero y
Rafael de Paula, esta reina de la soleá salió e hizo con su voz en la
noche lo que los toreros hicieron en la tarde. Inspirada por los hados curristas
y paulistas, Fernanda cantó como si ahora la estuviera escuchando, con ese
desgarro en su garganta hería y esas manos rasgando al viento. A Fernanda,
claro, la seguí en múltiples ocasiones, a veces coincidiendo con la misma
Paquera, pero volvía a chocarme con la misma impresión desangelada del artista
desnudo de su arte, de su desnudez... de su espíritu.
No es por tanto una cuestión de cantaor o
cantaores, ni de época o épocas, sino de desubicar de su estado original a la
propia esencia. Pues la esencia del flamenco está viva entre cuatro
paredes, pero de alguna manera... muere cuando sale de su ser, de su
hábitat... de su cuerpo y alma. Es el flamenco ese aire encerrado del instante que
apuñala en la madrugá y que con voz de sangre derrama su esencia del mundo
viejo.