Torear
al natural no es sólo torear con la izquierda, de hecho, la mayoría de las
veces en las que se ve echarse la muleta a la zurda sigo pensando que eso no es
torear al natural sino desnaturalizar el natural de la suerte. No es esto un eufemismo,
sino un asunto de concepto, más si cabe cuando reaparece un torero delgaducho
vestido de verde y oro en la plaza de Juriquilla y pone al natural en su sitio.
¿Cuál es el sitio del natural? Pues el mismo que tuvo siempre cuando se ejecuta
con los cánones clásicos: citar, enganchar la embestida alante y trazar el
viaje con temple y mando para vaciar el viaje si se puede... atrás de la
cintura. Luego está, ni qué decir tiene, el estilo de cada cual y si se tiene
hasta echarle en cada pase... el mismísimo Espíritu Santo.
Aparece
ese transcendental sueño de Don Tancredo en la muleta de Tomás como invite
hacia un tiempo aparte, ése con el que sólo comulgan los elegidos, aquellos
toreros que por naturaleza parecen ungidos en el agua milagrosa del ser o no ser.
Ese tiempo aparte es sólo patrimonio de unas personalidades, las cuales son
capaces de elevar su quehacer al concepto de arte con espíritu. Porque el arte
del toreo, como el de la pintura, la música o la escritura, precisa de espíritus
que lo eleven (o profundicen) y que le den vida o muerte según su estado
emocional. Tomás, este torero de Galapagar arcaico, hermético y clásico, consigue
besar al aire en unos muletazos, tan ceñidos, tan profundos y tan
despaciosos... que son ladrones de lo eterno. Porque lo que hizo Tomás con su
franela fue robar sentimientos al mismísimo tiempo. Esa manera de citar y de
embeber la envestida, con los pitones cosidos a la roja tela y ese saber vaciar
la embestida para enjaretar el forzado de pecho... trazando la línea recta de
pitón a rabo, fueron como volver al toreo, el toreo como ha de ser y no como hoy
muchos ofician ser.
El
toreo como ha de ser, cada cual poniéndole su personalidad. La de Tomás
pertenece a esa aparente neblinosa frialdad que consigue quemar las gargantas
con su estoica quietud. Una quietud en movimiento, quietud templada y temblorosa.
Temblorosa por emocionada, pues solo aquel que está emocionado logra emocionar.
Consiguió Tomás torear con temple, no sólo con su noble primero, sino también a
su segundo, un toro con genio y nervio al que Tomás le impuso su ritmo a base
de un someter sin dudar. El temple es un concepto del que a menudo se abusa y
se equivoca. A mi forma de ver, el temple lo debe tener el toro, y es el torero
el que se debe ajustar o acoplar a ese temple para así aprovecharlo. Tomás es
de los pocos toreros en la historia que saben acoplarse a ese temple del toro
para llevarlo a su ritmo. A veces, incluso, como en Juriquilla, toreando casi
con media muleta con la derecha, con la panza de ésta, liando y desliando los
misterios de su toreo. Reaparece y queda... Tomás al natural, auténtica ínsula
hoy del toreo. Y nos queda una justa queja: ¡Ay si Tomás quisiera torear al
menos 25 corridas al año!, y pusiera al toreo en su real sitio, aquel que por
otro lado nunca pierde, porque el toreo es lo que es... y no lo que pretenden
hacernos ver.
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