No es un cuadro al que
puedas mirar cuando te apetece, tampoco un libro que deseas releer para
recordar aquellos versos o párrafos. No es esa canción a la que tus oídos echan
mano para levantar tu ánimo poniendo un cd.... El arte del toreo esconde su
intrínseco e indescifrable misterio. Estamos ante una expresión única que
discurre en ese estado de trance entre lo efímero y lo imposible. Lo que en la
arena ocurre, ya sea una media verónica o un trincherazo, dura lo que un abrir
y cerrar de ojos, con la sola red cautivadora que significa hacerlo con
sentimiento o no. Amparados en esa red cautivadora, como la de esos pescadores
que se lanzan al hondo mar buscando peces, sólo algunos toreros han sabido y
podido desafiar al mismísimo tiempo, la ley espacio tiempo, para no caer en el
olvido y acrecentar su toreo al nivel de arte sobre las demás artes. Justo es
decir que asumo que, como aficionado, mis huesos y mi espíritu se retiraron en
aquella feria del 2000, cuando Rafael de Paula se arrancó la coleta. Hoy por
ser hoy, y antes por ser antes, en la mayoría de las corridas a las que
asistía, apenas me acordaba de nada al día siguiente. Es decir, el toreo no
aposenta mayor retentiva en la memoria que la pureza y el sentimiento que unos
pocos privilegiados han sido capaces de transmitir; aquel misterio que refería
Rafael el Gallo, decirlo o no decirlo, sí, pero sobre todo... tenerlo o no tenerlo,
pues es imposible e inútil buscar el milagro en aquellos que no lo tienen. Craso
error con el que hoy muchos comulgan. Poder hoy cerrar los ojos y recordar
faenas mágicas y misteriosas de Paula o Curro que transcurrieron hace ya dos
décadas o más no me resulta ningún esfuerzo de tiempo o razón, sino más allá
una invitación que el propio tiempo me concede para gozo o sufrimiento de mis
sentimientos. Digo bien gozo y sufrimiento, pues lo sublime y lo genial que mis
ojos han visto y oído, han transcurrido en ese extraño cauce del sufrir y
del gozar, una angustiosa relación de drama y tragedia en aras de la sublime
belleza. Jamás por ello he entendido a la tauromaquia como una alegre o
circense explosión de entusiasmo y entretenimiento, pues eso no es el toreo,
sino como un rito, diría que sagrado, con el que enriquecerme sufriendo,
bellísimo sufrimiento que dirían Santa Teresa y San Juan de la Cruz. En el
toreo, sólo vive y pervive aquello que se ejecuta sin más razón que la verdad y
su pureza, por ello la mentira y la farsa no tienen memoria, pues se mueven en
las lindes de las estadísticas y lo superfluo, aquello que presume ser de lo
que jamás podrá ser. El toreo es la emoción del misterio, aquel que sin ser
pintura ni ser música, algunos seguimos oyendo cuando los aires del tiempo lo
dibujan en el recuerdo.
Publicado en Viva Jerez el viernes 19 de diciembre de 2014