Pamplona,
San Fermín, podría parecer y parece un caos bullanguero donde lo puramente
taurino importa cada vez menos en post de un jolgorio cual cuadro abstracto,
donde lo obsceno glosa una pintura de mil colores y formas… monstruosas. Mirado
este cuadro de lejos, parece un paisaje de Goya en su época oscura, pero una
vez que te acercas y te adentras en su infinito universo, te das claramente
cuenta, cual epifanía, que también esa pintura posee mucho de Tiziano y de
Velázquez. San Fermín es un pecado donde todos se rezuman y salen santificados,
pues cautiva al santo y al demonio, que de todo allí pasea a sus anchas, y a
cuyo encanto sucumben irremediablemente. Ver a los toros correr por las calles
constituyen todo un cántico primitivo, donde el fiero animal (aunque cada vez
menos fiero) se transmuta en un río de cuernos de terror que corre a velocidad
portentosa y rítmica hacia ese mar de albero que es la propia plaza de toros.
Los corredores son valerosas sombras que desean hermanarse con ese majestuoso
terror. Y es que el corredor desea fervorosamente ser parte del toro, sentir su
poder, su pulso, su sudor y hasta su espíritu. Que el toro cornee no es ningún
accidente desgraciado, sino una muestra fidedigna de ese hermanamiento. “Dame
tu mano y abrázame en ti”, parece decirse el uno al otro. De todo ello, y de
vino, borracheras y perversión supo y mucho Ernest Hemingway, enamorado de
aquella Pamplona y seguidor de las andanzas de Antonio Ordóñez. San Fermín es
un espíritu libre, como esa plaza del sol y sombra, donde los terribles y
ensordecedores cánticos de las peñas crispan al torero más frío, pero cuyo
milagro reside en esa misma atmósfera de paz y guerra, silencio y ruido, razón
y confusión. Pamplona, ésa de blanco con pañuelos rojos, la misma para gozar y
sufrir.
Publicado en Viva Jerez el viernes 18 de julio de 2015