Se
cumple un siglo de la metamorfosis de Franz Kafka. Quizás el libro que más me
impactó en la adolescencia y aún creo… más allá de ella. ¿Un libro? Sí, un
libro, con la efervescente complejidad de tornarse en algo misterioso, carnoso,
monstruoso y hasta asqueroso estado según la edad en la que lo leas o releas. Y
todo ello, con esa extraña simbiosis de fatalidad psicológica y preocupación
maníaca social, aderezado con hasta ternura familiar, sin perder un ápice de
naturalidad y humanidad, alejado de confabulaciones mágicas y alucinaciones
circenses. Y es que este escritor nacido en Praga en 1883, hijo de padres
judíos y que le tocó vivir el apogeo de la Primera Guerra Mundial, no tuvo una
infancia fácil, más bien de tragos y estragos donde la difícil relación con su
progenitor terminó por marcar el carácter tímido y encerrado de nuestro
escritor. Pero pese a ese halo de melancolía asustada y huidiza de su imagen,
Franz Kafka fue un hombre que gustaba sonreír y enamorarse. Su figura
delgadísima y su altura no pasaron desapercibidas para las damiselas y hasta
tres (por lo menos) acentuados amores pasaron por las páginas de su pasión.
Aunque ninguna de esas mujeres pudiera competir con esa libertad que le proporcionaba
la escritura, a la cual se entregó quizás como ejercicio espiritual para
alejarse de la condena social que le suponía vivir en el mundo, del cual
desconfiaba y parecía huir. De hecho, abstraerse de ese mundo, el cual lo trató
a veces con crueldad, fue lo que le llevó a escribir sus propias realidades,
diálogos, ensayos y hasta inconclusos aforismos, que relataban los realísimos
espejos de su vida. Mucho se ha escrito sobre su vinculación con sus diversos
personajes, sobre todo en su libro “El Proceso”, donde es difícil a veces no
suponer ese estado de encerramiento en sí mismo sobre la sociedad que padeció
tanto el autor como el personaje principal. Lástima que la enfermedad se lo
llevase demasiado pronto, antes de cumplir los 41, lo cual no fue óbice para
dejar a la posterioridad algunos escritos tan singulares como difusos y
desconcertantes. Ya enfermo en 1920, confió diversos manuscritos a su amigo Max
Brod, el cual se vio en el peliagudo dilema de quemarlos, tal como le dejó
escrito antes de morir Kafka, u obviar dicha última voluntad y salvarlos de la
quema para sacarlos a la luz. Fue esto último lo que Brod hizo, y después de un
estricto trabajo de ordenar escritos, muchos no terminados, la obra de Franz Kafka
constituye una de las lecturas clásicas, borrascosas algunas por esa falta de
desenlace, pero enigmáticas sin duda, de la cual me sigo sintiendo cautivado.
Publicado en Viva Jerez el viernes 31 de julio de 2015