Muy
lejos de típicos tópicos, este artista atípico y utópico ha dejado una huella
indeleble, un pozo sin agua que con el cáliz y cristal del tiempo se recordará
aún con más peso como el cantaor con más lamento herío de la historia del flamenco. Me recordaba mi primo Miguel de
la Alfonsa, “el Agujetero”, que ya lo decía su padre el Viejo Agujetas: “Como
canta mi hijo Manué no ha cantado
nadie”. No lo decía la voz de un padre llevado por el cariño a un hijo, sino la
de un sabio patriarca que reconocía la sublime rama esotérica que emanaba del
tronco negro del faraón, aquel tronco negro al que cantara Federico García
Lorca cuando escuchó al gran Manuel Torre. Es más que probable que la grandeza
de este devoto de Antonio Mairena se haga más patente con el tiempo, ese que no
engaña a nadie, pues se me antoja imposible hallar en el cante un aglutinador
de sensaciones tan viscerales, contradictorias y desestabilizadoras como las de
este hombre de campo nacido para ser libre y rebelde. Y es que en Manuel se
concentraban un sinfín de rasgos inequívocos del ser singular, esa cierta
rebeldía del ser inconformista que se resiste a vivir según las formas y normas
de una sociedad absorbida por la comercialidad y la falsa moneda, y esa
libertad que otorga el sentir y saberse a su vez poseedor del secreto del
cante. Manuel se sabía único y ciertamente alardeaba de ello, a menudo con un
desfasado carácter egocéntrico y terco, pero aquello (mal le pesen a muchos) no
era pecado, sino privilegio que compartía con el mundo para aquellos que no
sólo supieran escucharlo, sino también entenderlo como un ser diferente.
Justo
es decirlo, el flamenco, como el toreo, están infectados hoy por la falsedad y
la excesiva diplomacia de la demagogia comercial que da la sensación de que la
verdad… molesta. Justo es también decir que los genios a menudo pierden las
formas, pero también que cuando las encuentran… no existen más formas que las
suyas. No descubro nada si manifiesto que a Agujetas muchos no lo podían ni ver,
pero ello sería inclusive motivo de una tesis harto peculiar a la cual no me
someteré, no por falta de interés, sino de espacio. No obviando dicho rango,
delito, pecado o capricho sarcástico, ello dotaba a Manuel de un carisma muy
especial, algo así como un ser libre condenado a no entenderse con el mundo.
Esa libertad condenada es la que fluía por esas letras tan suyas,
reivindicativas siempre de una filosofía de vida tan leal como singular. Sus
letras aludían a la injusticia que el rico infringía sobre el pobre, la del
trabajador abocado al sudor de sol a sol, o al amor y los celos de un corazón
dañado, no sin olvidar su pasión por el campo y su espíritu silvestre. Letras,
que pese a su consabido analfabetismo, son propias de un filósofo de la vida,
ese que se aleja del mundanal ruido social para centrarse en lo pura y
meramente fundamental.
Es
decir, Manuel Agujetas se centraba sólo y tan sólo en lo principal de la vida
misma, despreocupándose y casi despreciando a todo aquello que resulta básico
para los demás mortales. Esa casi obsesión por lo radical, como quien acuchilla
un melón de un tajo con su navaja, es la que transmitía en esas seguiriyas,
tonás y martinetes, auténticos degolladores de falsedades mundanas para sólo
dejar desnudos la verdad y su cristalina
pureza. El cante de este cantaor sin fecha de nacimiento exacta iba directo al
alma, sin concesiones ni artificios, crudo, amargo, doloroso… como una puñalá que te deja sin aliento, como
aquella corná mortal del Coli en el
corazón en Madrid. Manifiesto pues, que no sólo nos ha dejado este rey del
cante gitano, con trono o sin él, sino también la quimera de un ser excepcional
por su excéntrica controversia, por su singularísima ley… y por su solísima
grandeza.
Publicado en viva Jerez el viernes 15 de enero de 2016