A menudo me he preguntado el extraño y a veces misterioso influjo
que ciertos libros consiguen establecer con sus lectores. Tal es así, que
pienso que hasta existen libros que poseen vida propia aún en su particular y
tembloroso estado de muerte en espera. Y es que un libro siempre aguarda a que
sus lectores les vuelvan a dar vida, esa que su escritor le dio un día de forma
palpitante y esperanzadora. Como lector empedernido, mi relación con los libros
ha pasado por muy diferentes etapas. Al igual que en mi vida personal, los
gustos y disgustos nos transforman en una especie de metamorfosis continuada
donde somos a veces voraces y otras pacientes con según qué lecturas nos
acontezcan. Aún recuerdo cuando en mi adolescencia devoré como un caníbal los
libros de Kafka, dejándome seducir por esa especie de espiral de enigmas, y
aquella extraña sensación de su "Metamorfosis", donde el agobio y la
incertidumbre me daban gozo y placer. Con El Quijote he tenido de siempre una
particular relación de afecto y defecto, en un primer contacto cuando nos
obligaban a leerlo en el colegio, sentí un efusivo rechazo hacia este
maravilloso hidalgo en clara muestra de rebeldía hacia todo tipo de obligada
lectura. No hallaba atisbos de romántica locura, y sí un tedioso enjambre de
desventuras depresivas de un genial perdedor. Hubo de pasar un lustro para
releer a Cervantes y hallar a ese héroe castizo y universal con el que incluso
me gustó tomar similitud con personajes de otras índoles harto dispares como en
el toreo o la pintura. Algo similar me ocurrió con Juan Ramón, Machado o Valle
Inclán, a quienes necesité redescubrir pasada la adolescencia para dar su real
crédito de madurez deslumbrante. Ese pensamiento, ya maduro y desprovisto y
desvestido de prisas, lo hallé en las lecturas de Unamuno, maestro en mucho de
Bergamín, con cuya picaresca poética de aforismos me deslumbré inmediatamente.
Oscar Wilde siempre me ha entretenido, aunque nunca me ha dado los disgustos y
gustos de Nietzsche, con quién disfruto en una relación de amor y odio, donde
su veneno jamás me ha dejado indiferente. Kant en cambio nunca me ha parecido
tan diablesco, quizás porque a pesar de su proverbial sentido del pensamiento
lógico, siempre me sentí más interesado por los ilógicos y los sufridores. Siempre
me fascinó esa literatura, pienso que aún desconocida, denominada como taurina,
quizás porque en ella encuentro ese espejo y reflejo de muchos gozos y pesares
de mi vida misma. Gracias a ella, tomé sumo interés por la poesía de Lorca,
Miguel Hernández o Gerardo Diego, a quienes enlazados o entrelazados con los
toros quise descubrirlos con enorme curiosidad. Siempre estuvieron en mí,
curiosamente, Tagore y los místicos. El vínculo por tanto entre lector y libros
e incluso autores, traspasa lo meramente físico, donde el disfrute recíproco
resulta fascinante o decepcionante, pero vínculo que, aunque sólo sea a modo de
recuerdo o sensación lejana, nos llevamos con el paso de los años a nuestras
vidas.
Columna publicada en Viva Jerez el viernes 18 de julio de 2014
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