sábado, 31 de mayo de 2014

LA MUERTE CALLADA DEL TOREO





Luis Miguel Farfán Marín. 24 años. Nacido en el pueblo mexicano de Sacalum. De profesión novillero. Si les digo estos datos a buen seguro no sabrán de quién les hablo. Lo Triste es que si les digo que ha fallecido recientemente en la plaza de toros de Mani ante las astas de un novillo… seguirán sin saber de quién les hablo. Resulta estremecedor a la par que injusto, comprobar cómo se muere en este arte del toreo sin apenas repercusión y reconocimiento. A buen seguro, este novillero azteca soñaba con ser figura del toreo, disfrutar de algún día ver su nombre en los carteles de Madrid y Sevilla. Dar la vuelta al ruedo en aquella arena de la Monumental mientras sus ojos tropezaran con las miradas de bellas señoritas y comprarse un lucido coche que navegara por las ganaderías de postín de allí y de aca. Pero nada o poco tiempo le dio a Luis Miguel de cumplir sus sueños.

Sus deseos se vieron truncados demasiado pronto cuando los pitones y los riñones de aquel novillo formaron total presión sobre su endeble abdomen hasta la trágica fatalidad. Me apena no haber conocido nada de esta joven promesa. Qué corte de toreo sentía, con qué torero soñaba, si con Arruza o con Manolete, si era más de Joselito que de Belmonte… Qué virtudes y condenas se cruzaban en los azares de su vida, pero más aún me entristece que en el toreo exista esta muerte callada, por aquellos jóvenes que no conocieron la gloria ni llegaron a figuras. Ya dijo Bergamín sobre aquella música callada que impregnaba el toreo de Paula, pero nadie dice de estas muertes calladas sesgadoras de soñadores, románticos peones avocados al pronto olvido y a no existir ni en los grandes libros de toreo ni siquiera en los retablos de algún periódico local. Muerte callada, como si no hubiera nacido y como si no hubiera existido. Tan solo, claro, para los familiares.

Curiosamente, en menos de 24 horas de la muerte de Luis Miguel, muere un forcado ante un toro en las mismas tierras mexicanas. Estos burladores del toro, valerosos dontancredos, que templan hasta parar la embestida feroz del astado a cuerpo descubierto, a base de audacia, ciencia y valor, en ese pequeño reguero de hombres. Las muertes de este novillero y de este forcado no son, empero, casos aislados. En 2013, muere otro novillero, Laureano de Jesús Méndez. Sirvan estas tragedias toreras aun calladas, para en días en los que el toreo es duramente criticado por los antitaurinos y su consiguiente ignorancia, avistar de la inmensa verdad del rito del toreo.  
 
Columna publicada en Viva Jerez, 30-5-2014

jueves, 8 de mayo de 2014

TOMÁS AL NATURAL




 

 

Torear al natural no es sólo torear con la izquierda, de hecho, la mayoría de las veces en las que se ve echarse la muleta a la zurda sigo pensando que eso no es torear al natural sino desnaturalizar el natural de la suerte. No es esto un eufemismo, sino un asunto de concepto, más si cabe cuando reaparece un torero delgaducho vestido de verde y oro en la plaza de Juriquilla y pone al natural en su sitio. ¿Cuál es el sitio del natural? Pues el mismo que tuvo siempre cuando se ejecuta con los cánones clásicos: citar, enganchar la embestida alante y trazar el viaje con temple y mando para vaciar el viaje si se puede... atrás de la cintura. Luego está, ni qué decir tiene, el estilo de cada cual y si se tiene hasta echarle en cada pase... el mismísimo Espíritu Santo.

Aparece ese transcendental sueño de Don Tancredo en la muleta de Tomás como invite hacia un tiempo aparte, ése con el que sólo comulgan los elegidos, aquellos toreros que por naturaleza parecen ungidos en el agua milagrosa del ser o no ser. Ese tiempo aparte es sólo patrimonio de unas personalidades, las cuales son capaces de elevar su quehacer al concepto de arte con espíritu. Porque el arte del toreo, como el de la pintura, la música o la escritura, precisa de espíritus que lo eleven (o profundicen) y que le den vida o muerte según su estado emocional. Tomás, este torero de Galapagar arcaico, hermético y clásico, consigue besar al aire en unos muletazos, tan ceñidos, tan profundos y tan despaciosos... que son ladrones de lo eterno. Porque lo que hizo Tomás con su franela fue robar sentimientos al mismísimo tiempo. Esa manera de citar y de embeber la envestida, con los pitones cosidos a la roja tela y ese saber vaciar la embestida para enjaretar el forzado de pecho... trazando la línea recta de pitón a rabo, fueron como volver al toreo, el toreo como ha de ser y no como hoy muchos ofician ser.

El toreo como ha de ser, cada cual poniéndole su personalidad. La de Tomás pertenece a esa aparente neblinosa frialdad que consigue quemar las gargantas con su estoica quietud. Una quietud en movimiento, quietud templada y temblorosa. Temblorosa por emocionada, pues solo aquel que está emocionado logra emocionar. Consiguió Tomás torear con temple, no sólo con su noble primero, sino también a su segundo, un toro con genio y nervio al que Tomás le impuso su ritmo a base de un someter sin dudar. El temple es un concepto del que a menudo se abusa y se equivoca. A mi forma de ver, el temple lo debe tener el toro, y es el torero el que se debe ajustar o acoplar a ese temple para así aprovecharlo. Tomás es de los pocos toreros en la historia que saben acoplarse a ese temple del toro para llevarlo a su ritmo. A veces, incluso, como en Juriquilla, toreando casi con media muleta con la derecha, con la panza de ésta, liando y desliando los misterios de su toreo. Reaparece y queda... Tomás al natural, auténtica ínsula hoy del toreo. Y nos queda una justa queja: ¡Ay si Tomás quisiera torear al menos 25 corridas al año!, y pusiera al toreo en su real sitio, aquel que por otro lado nunca pierde, porque el toreo es lo que es... y no lo que pretenden hacernos ver.