viernes, 14 de agosto de 2015

Kafka Y Su Metamorfosis



Se cumple un siglo de la metamorfosis de Franz Kafka. Quizás el libro que más me impactó en la adolescencia y aún creo… más allá de ella. ¿Un libro? Sí, un libro, con la efervescente complejidad de tornarse en algo misterioso, carnoso, monstruoso y hasta asqueroso estado según la edad en la que lo leas o releas. Y todo ello, con esa extraña simbiosis de fatalidad psicológica y preocupación maníaca social, aderezado con hasta ternura familiar, sin perder un ápice de naturalidad y humanidad, alejado de confabulaciones mágicas y alucinaciones circenses. Y es que este escritor nacido en Praga en 1883, hijo de padres judíos y que le tocó vivir el apogeo de la Primera Guerra Mundial, no tuvo una infancia fácil, más bien de tragos y estragos donde la difícil relación con su progenitor terminó por marcar el carácter tímido y encerrado de nuestro escritor. Pero pese a ese halo de melancolía asustada y huidiza de su imagen, Franz Kafka fue un hombre que gustaba sonreír y enamorarse. Su figura delgadísima y su altura no pasaron desapercibidas para las damiselas y hasta tres (por lo menos) acentuados amores pasaron por las páginas de su pasión. Aunque ninguna de esas mujeres pudiera competir con esa libertad que le proporcionaba la escritura, a la cual se entregó quizás como ejercicio espiritual para alejarse de la condena social que le suponía vivir en el mundo, del cual desconfiaba y parecía huir. De hecho, abstraerse de ese mundo, el cual lo trató a veces con crueldad, fue lo que le llevó a escribir sus propias realidades, diálogos, ensayos y hasta inconclusos aforismos, que relataban los realísimos espejos de su vida. Mucho se ha escrito sobre su vinculación con sus diversos personajes, sobre todo en su libro “El Proceso”, donde es difícil a veces no suponer ese estado de encerramiento en sí mismo sobre la sociedad que padeció tanto el autor como el personaje principal. Lástima que la enfermedad se lo llevase demasiado pronto, antes de cumplir los 41, lo cual no fue óbice para dejar a la posterioridad algunos escritos tan singulares como difusos y desconcertantes. Ya enfermo en 1920, confió diversos manuscritos a su amigo Max Brod, el cual se vio en el peliagudo dilema de quemarlos, tal como le dejó escrito antes de morir Kafka, u obviar dicha última voluntad y salvarlos de la quema para sacarlos a la luz. Fue esto último lo que Brod hizo, y después de un estricto trabajo de ordenar escritos, muchos no terminados, la obra de Franz Kafka constituye una de las lecturas clásicas, borrascosas algunas por esa falta de desenlace, pero enigmáticas sin duda, de la cual me sigo sintiendo cautivado.

 

 

Publicado en Viva Jerez el viernes 31 de julio de 2015

miércoles, 5 de agosto de 2015

Los Miedos Toreros



El miedo es la razón de llegar a torear con el alma, por ello, sólo los que lo conocen podrán olvidarse de él. Y es que al miedo hay que conocerlo, guste o no, desde sus mismas tripas. Las tripas del miedo, pues las tiene, esas que se mueven y remueven pegándote pellizcos y hasta bocaos cuando sale el toro de los chiqueros, soplando como un poseso al trote de un diablo con cuernos de fuego. Por ello, por sentir, padecer y hasta oler el miedo, el torero no sólo es un gran héroe, cuya hombría no puede ni debe ser cuestionada más allá de su lucimiento, sino también un gran psicólogo, inclusive y en casos más concretos, un gran filósofo. Porque al miedo no se le supera a costa de “echarle huevos”, ¡pues para huevos los del toro!, sino a costa de psicología, esa que templada y sutil, se le va dando coba desde las noches anteriores, hasta medio domarla. Y es que al miedo se le habla. De hecho, los diálogos con ese pavor pueden llegar a ser terriblemente caóticos, desmenuzando los más íntimos instintos del ser humano y en ese mismo dialogar, descubrir o redescubrir unos valores intrínsecos de nuestro ser, los cuales hasta desconocías poseer. Le decía el gran torero filósofo, o filósofo torero, Domingo Ortega al genial Rafael de Paula, que el valor reside en saber sentirse preparado. Lo dijo precisamente uno de los más sabios pensadores de la tauromaquia, al igual que otro gran dialogante con el miedo que fue Juan Belmonte, quien en su libro escrito por Chaves Nogales desvelaba los avatares y debates con el miedo, tal como si fuese un amigo o más allá un enemigo, o quizás habría que añadir un enemigo que termina siendo amigo. Y justo es decirlo, han sido precisamente aquellos grandes conocedores de los meandros del miedo los que han llegado a torear con más alma. Aquellos que se han olvidado del cuerpo para desvelar su bellísimo espíritu. El Gallo, Belmonte, Cagancho, Vázquez, Romero, Paula… son y serán los grandes valientes, ¡y no sé hasta qué punto los únicos!, que han elevado su alma en aras de sus miedos luzbenianos. Y es que al miedo hay que darle su valor, su torerísimo valor, pues no hay nada más torero que el miedo. Bendito miedo, visitante cruel, terrorífico espectro, amigo o enemigo, salvador o vendetta, silencioso compañero de vida, engendro de temores.

 

Publicado en Viva Jerez el viernes 24 de julio de 2015