domingo, 20 de julio de 2014

Leer y Descubrirse Leyendo



A menudo me he preguntado el extraño y a veces misterioso influjo que ciertos libros consiguen establecer con sus lectores. Tal es así, que pienso que hasta existen libros que poseen vida propia aún en su particular y tembloroso estado de muerte en espera. Y es que un libro siempre aguarda a que sus lectores les vuelvan a dar vida, esa que su escritor le dio un día de forma palpitante y esperanzadora. Como lector empedernido, mi relación con los libros ha pasado por muy diferentes etapas. Al igual que en mi vida personal, los gustos y disgustos nos transforman en una especie de metamorfosis continuada donde somos a veces voraces y otras pacientes con según qué lecturas nos acontezcan. Aún recuerdo cuando en mi adolescencia devoré como un caníbal los libros de Kafka, dejándome seducir por esa especie de espiral de enigmas, y aquella extraña sensación de su "Metamorfosis", donde el agobio y la incertidumbre me daban gozo y placer. Con El Quijote he tenido de siempre una particular relación de afecto y defecto, en un primer contacto cuando nos obligaban a leerlo en el colegio, sentí un efusivo rechazo hacia este maravilloso hidalgo en clara muestra de rebeldía hacia todo tipo de obligada lectura. No hallaba atisbos de romántica locura, y sí un tedioso enjambre de desventuras depresivas de un genial perdedor. Hubo de pasar un lustro para releer a Cervantes y hallar a ese héroe castizo y universal con el que incluso me gustó tomar similitud con personajes de otras índoles harto dispares como en el toreo o la pintura. Algo similar me ocurrió con Juan Ramón, Machado o Valle Inclán, a quienes necesité redescubrir pasada la adolescencia para dar su real crédito de madurez deslumbrante. Ese pensamiento, ya maduro y desprovisto y desvestido de prisas, lo hallé en las lecturas de Unamuno, maestro en mucho de Bergamín, con cuya picaresca poética de aforismos me deslumbré inmediatamente. Oscar Wilde siempre me ha entretenido, aunque nunca me ha dado los disgustos y gustos de Nietzsche, con quién disfruto en una relación de amor y odio, donde su veneno jamás me ha dejado indiferente. Kant en cambio nunca me ha parecido tan diablesco, quizás porque a pesar de su proverbial sentido del pensamiento lógico, siempre me sentí más interesado por los ilógicos y los sufridores. Siempre me fascinó esa literatura, pienso que aún desconocida, denominada como taurina, quizás porque en ella encuentro ese espejo y reflejo de muchos gozos y pesares de mi vida misma. Gracias a ella, tomé sumo interés por la poesía de Lorca, Miguel Hernández o Gerardo Diego, a quienes enlazados o entrelazados con los toros quise descubrirlos con enorme curiosidad. Siempre estuvieron en mí, curiosamente, Tagore y los místicos. El vínculo por tanto entre lector y libros e incluso autores, traspasa lo meramente físico, donde el disfrute recíproco resulta fascinante o decepcionante, pero vínculo que, aunque sólo sea a modo de recuerdo o sensación lejana, nos llevamos con el paso de los años a nuestras vidas.
 
Columna publicada en Viva Jerez el viernes 18 de julio de 2014


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